Nuestro mundo, todo nuestro universo, toda nuestra realidad, exterior
e interior, pasa y depende de un órgano vital. Un órgano que tamiza,
filtra, escoge, decide, aprende, prevé, intuye, construye e incluso
inventa nuestras sensaciones, nuestras percepciones y nuestras
experiencias. Ese órgano es el cerebro,
el más perfeccionado y evolucionado instrumento con el que contamos. Es
un órgano que recibe datos, procesa información y toma decisiones; el
alto mando de esa guerra diaria a la que llamamos vida, el comandante al
cargo de lo que vemos, sentimos y experimentamos en cada momento. Una
de sus funciones más importantes es la de interpretar las señales y
estímulos que recibe y actuar en consecuencia. En plena era de Internet
podríamos comparar al cerebro como
un eficiente gestor al mando de toda una serie de redes de datos e
información, a partir de las cuales realiza predicciones y toma
decisiones.
¿Cómo surge el dolor?
Nos trasladamos hasta Álava para hablar con Arturo Goicoechea, Jefe de la Sección de Neurología del Hospital de Santiago en Vitoria y,
de camino a su encuentro, tropiezo con uno de los escalones y caigo de
bruces al suelo… al instante, mi rodilla golpeada contra el duro
pavimento de la calzada, comienza a dolerme intensamente. La rodilla me
duele, pero… ¿es ahí donde se produce el dolor?
La respuesta es no.
Uno de los errores básicos, desbancados actualmente
por la ciencia pero aún instalados en la cultura popular, es creer que
el dolor se genera en los tejidos donde se ha producido la amenaza o la agresión, como si hubiera unos receptores de dolor desperdigados por todo el cuerpo que segregaran mi dolor en la zona golpeada contra la acera.
En realidad el dolor surge del cerebro. Recibe las señales que le llegan en décimas de segundo, las interpreta y genera el dolor.
Volvemos a encontrarnos con la computadora que analiza datos, el gestor
que organiza la situación, el alto mando que ordena, que decide
sensaciones, percepciones y experiencias.
Saltan las alarmas, pero es el cerebro quien decide si hay actuación. La alarma no decide si es un atraco ni qué hacer contra él… solo es una alarma.
Sistema de nocicepción: saltan las alarmas de nocividad
Fue el neurofisiólogo y premio Nobel en Medicina Sir Charles Scott Sherrington quien acuñó por primera vez el término de “nociceptores”, un concepto fundamental dentro de los mecanismos que llevan al cerebro a producir el dolor. La actividad comienza en los nociceptores que
detectan cualquier variación física, térmica, o química capaz de
producir destrucción violenta de tejido (necrosis). La alarma comienza a
sonar, y el nociceptor envía una señal mediante la médula espinal hasta
el cerebro, el órgano que decide, el que produce el dolor.
Algo parecido ocurre con nuestro sentido de la vista. Nuestros ojos, a
través de los fotorreceptores, no generan la visión, tan solo captan
ondas electromagnéticas, recogen la luz, la convierten en información y
la envían al cerebro que es quien, con esos datos y la experiencia acumulada, construye la visión, la realidad. El cerebro recoge
esos estímulos bioeléctricos y los convierte en el mundo que vemos.
Construye dimensiones, proporciones, distancias, colores...
El dolor funciona de manera similar. Al cerebro llegan datos de nocividad, de agresión violenta (presente o futura) y el gestor analiza, prevé, el alto mando decide. El cerebro construye el dolor en
base al análisis de los datos que recibe, pero también de la
experiencia, del aprendizaje, de la cultura adquirida. Gestiona esas
variables y ordena… o ignora.
Golpes, desgarros, incisiones, quemaduras, falta de oxígeno,
variaciones extremas de temperatura. Ataques a nuestra integridad que
causan necrosis. La necrosis, esa muerte violenta de células, es un
peligro para el organismo, en ella la membrana resulta dañada y se
vierten moléculas que afectan a células vecinas, convirtiendo el ataque
en una reacción en cadena. La necrosis debe ser evitada como sea y los
nociceptores son capaces de detectar agentes y situaciones que provocan
esa agresión. No generan el dolor, pero alertan de nocividad. Los datos llegan al cerebro que
será quien ponga en marcha (o no) los mecanismos defensivos necesarios
para hacer frente a esa agresión… inflamación, fiebre, dolor.
El cerebro equivocado
Que el cerebro sea
nuestro órgano más evolucionado y perfeccionado no significa de ninguna
manera que sea perfecto. La realidad que percibimos es construida a
partir de los datos, análisis y decisiones de nuestro cerebro… y no
siempre es exacta. Al igual que erramos nuestras percepciones visuales
en las ilusiones ópticas, el cerebro puede equivocarse al tomar decisiones y poner en funcionamiento mecanismos de defensa de manera errónea. Pseudopatía es un nuevo término acuñado recientemente que describe la falta de coherencia entre la realidad y lo que se percibe.
Nuestro cerebro se
equivoca y puede convencerse de que existe una apariencia de salud
habiendo enfermedad y viceversa, apariencia de enfermedad sin que exista
agresión alguna a nuestro organismo.
Doctor: Tiene usted pseudopatía por omisión (falso negativo).
Se encuentra usted bien, su aspecto es saludable y se siente usted sano…
pero hemos detectado un cáncer.
Paciente: No puede ser, doctor. Usted se equivoca. Estoy estupendamente.
Y al contrario.
Doctor: Tiene usted pseudopatía por falsa alarma (falso
positivo). La alarma no es real, está usted sano, las pruebas no
muestran ningún peligro, su cuerpo no tiene nada.
Paciente: No puede ser, doctor. Me duele todo, me duele mucho. Usted se equivoca. Estoy fatal.
En estos casos nuestra idea del gestor eficiente, del analista impecable, del comandante organizado se viene abajo. El cerebro activa
programas defensivos sin que exista justificación.Nuestro organismo es
una máquina magnífica, la mayor parte de nuestra vida ofrece unas
prestaciones inigualables. Sin embargo en ocasiones, nos demuestra que
no es infalible, que no es perfecta, que se equivoca y que nos engaña.
Una máquina que no siempre funciona como debe. Aprende, realiza y
mantiene malos hábitos, actuaciones innecesarias o dañinas, tiene
dificultades para predecir, administrar y construir la realidad. Lo
sabemos cuando gestiona espacios, dimensiones, ilusiones visuales.
El
sistema inmunitario es capaz de equivocarse y atacar nuestros propios
tejidos en las llamadas “enfermedades autoinmunes”. Vemos espejismos en
el desierto. Sufrimos alergias por agentes inofensivos para otros,
elementos que no deberían hacer saltar las alarmas.
Y por supuesto, también podemos sentir dolor en situaciones en las que no existe ningún daño. Nuestro gestor analiza mal los datos y activa el dolor,
sin que exista justificación. Los misiles se activan, salen disparados
de la rampa de lanzamiento sin que haya una amenaza de nocividad. El
comandante se equivoca.
La pesadilla del dolor sin daño
Son conceptos diferentes. Daño y dolor suelen ir unidos pero no tienen por qué estarlo. Existen situaciones en las que nuestro cerebro responde
de manera innecesaria, comete errores en el proceso de catalogación de
las señales de peligro o amenaza y pone en marcha la máquina sin que
exista justificación. Sin embargo hay algo que debemos tener claro: el dolor es real. No existe el dolor imaginario. Tanto si acierta como si se equivoca al procesar la información, el dolor que el cerebro gestiona es siempre el mismo: dolor. Con o sin daño, haya justificación o no, estemos amenazados o no…
El dolor existe y es real. El comandante lanza los misiles, y estos son reales, exista o no justificación. Clara Grima es Profesora Titular del área de Matemática Aplicada de la Universidad de Sevilla y padece fibromialgia, una de las múltiples expresiones de nuestro cerebro equivocado. Su periplo de consulta en consulta, de especialista en especialista,
de doctor en doctor, ha durado ya (y aún dura) más de 10 años. Hasta
hace no mucho, situaciones como las que describimos no tenían un hueco
en ninguna consulta: migrañas, fibromialgia, síndrome de fatiga crónica… términos que nos conducen de nuevo al terreno de las pseudopatías.
El cuerpo no sufre daño alguno y no obstante el cerebro genera dolor. Clara padece fuertes dolores en
sus articulaciones. Sus días son inciertos. Hay momentos en los que no
le duele nada y puede hacer una vida normal, y hay días en los que
apenas puede levantar el más mínimo peso sin que le duela todo de los
pies hasta la cabeza. Periodos en los que se siente terriblemente
cansada y apenas puede mover los labios para hablar y etapas en las que
todo va bien y desaparecen los dolores,
las fatigas… Acude al traumatólogo y tras muchas pruebas, resonancias y
radiografías no encuentran nada. Los músculos, las articulaciones, los
huesos… todo está correcto, todo funciona bien: no existe daño ni
amenaza que justifique la respuesta defensiva del dolor.
Así comienza un peregrinaje que lleva a visitar la consulta de nuevos traumatólogos, psicólogos, neurólogos… comienzan las recetas, los analgésicos, los antiinflamatorios… nada parece funcionar. Sus articulaciones están correctas, todo está en su sitio… ¿todo? No hay daño, pero hay dolor… vuelta al principio: ¿Dónde se genera ese dolor?
El cerebro miedoso
Nuestros programas defensivos tienen dos componentes. Una base
genética, heredada y lista para actuar desde que nacemos, y una parte
adquirida que aprende a funcionar con el paso del tiempo y la
experiencia. En el sistema inmunitario el componente congénito se
complementa con los elementos aprendidos a golpe de experiencia propia,
del contacto directo con la amenaza y con su posterior reacción. Durante
ese aprendizaje nuestro organismo es cauteloso, desconfiado. Activa los
mecanismos de defensa ante la más mínima alerta. Nacemos miedosos por
instinto y al crecer, experimentamos, valoramos y dosificamos esos
miedos, esas alarmas. Aprendemos y recordamos cómo detectar amenazas y
las empezamos a diferenciarlas, a catalogarlas, a definir su
peligrosidad. Los elementos inofensivos dejan de resultar amenazantes
gracias al aprendizaje.
Sin embargo, en un cerebro equivocado
el aprendizaje puede ir en contra de nosotros. Puede retroalimentarse y
alterar la correcta gestión de las señales generando dolor en situaciones innecesarias.
El doctor Goicoechea nos plantea un ejemplo muy gráfico:
“Imagina un sistema de alerta en una ciudad que vigila la presencia de gases tóxicos letales... En un momento dado se activa la alarma ante la presencia de humo… suenan las sirenas, se movilizan los efectivos policiales, se evacua a todos los habitantes. Pero pasan unos días y se descubre que no ocurre nada. Se permite la vuelta de los ciudadanos a sus casas, el peligro ha pasado. Imagina ahora que la alarma vuelve a sonar cada cierto tiempo, de manera reiterada y obligando a desplegar nuevamente todo el sistema de evacuación una y otra vez… ¿qué ocurriría? Si el cerebro continúa equivocado y no aprende a evaluar eficazmente las alarmas, los ciudadanos podrían vivir con un temor derivado de cualquier señal amenazante… El miedo a la evacuación de la ciudad podría verse aumentado con el temor ante las propias señales. Los ciudadanos mirarían hacia el cielo y ahora cualquier vapor, cualquier inofensivo humo de una chimenea o incluso cualquier atisbo de niebla en el horizonte darían lugar a que comenzara su angustia.”
Nuestro gestor, nuestro comandante se encuentra ahora en una difícil situación. El cerebro equivocado
entra en un círculo de cautela innecesaria, de alarma injustificada y
se encuentra predispuesto a hacer caso de todos los rumores sobre
sucesos peligrosos. Acepta como real, sin apenas escrutinio, cualquier
amenaza y pone en funcionamiento los programas de defensa… vuelve el dolor, un dolor cada vez más alimentado por el propio miedo al error.
El cerebro migrañoso
El cerebro es
una estructura predictiva, interpretativa, continuamente está
construyendo una teoría global sobre lo vivido y lo que se va a vivir a
continuación. En esa construcción, el dolor es
una de sus muchas predicciones y, como estamos comprobando, en
ocasiones no es la acertada. Sentir sed, hambre o cansancio no quiere
decir automáticamente que nuestro organismo necesite bebida, alimento o
reposo. Con los datos, experiencia y cultura adquirida a lo largo de la
vida, el cerebro interpreta
la situación y actúa en consecuencia. Cuando a alguien aquejado de
jaqueca, migrañas o fibromialgia le duele la cabeza, no existe un daño,
una amenaza de nocividad que la justifique. No nos encontramos ante una
enfermedad puesto que no hay nada “enfermo”, no hay necrosis, las
pruebas dan negativo, en la consulta te dicen que no tienes nada… el dolor no debería estar ahí. Somos víctimas de una obstinación de nuestro cerebro equivocado
y temeroso que además crece alimentándose de factores culturales, de
malos hábitos adquiridos y del desconocimiento de nuestros propios
mecanismos cerebrales.
Sin embargo hay que saber que un cerebro migrañoso no contiene ningún defecto. No le falta ni le sobra nada. Sus redes y circuitos son los mismos que los de un cerebro sin dolor. Lo que ocurre es que actua de manera equivocada. La persona migrañosa posee un cerebro normal
que, a pesar de ello, está tomando decisiones erróneas alimentadas en
el seno de una cultura y un ambiente alarmista. Conocer cómo funciona
nuestro organismo, nuestro cerebro es sin duda un paso, quizá el más importante, para entender por qué sentimos dolor.
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